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Thianna

Recta final

Mil fragmentos. Mil almas... Mil veces mil nombres. A oidos de cualquiera las voces sólo entonaban cantos sin sentido, galimatías incomprensibles que se alzaban desde el cónclave reunido en la sala del antiguo templo.

Las retorcidas columnas que sostenían la bóveda parecían mirar hacia abajo, hacia los cantores. Cada pliegue de la roca parecía mecerse al incomprensible ritmo. Durante miles de años nada había perturbado el descanso del impío edificio, y ahora este parecía disfrutar de la presencia de sus visitantes.

La figura de aquel a quien estaba consagrado el templo, presidiendo la sala, observaba atentamente con sus pétreos ojos. Su indefinido cuerpo se extendía por las paredes, indistinguible del resto de la barroca decoración, como abrazando a los cantores y escuchando con deleite su extraña cacofonía. Su sueño milenario estaba a punto de finalizar.

Fila tras fila se extendían a sus pies formando un hemiciclo que abarcaba toda la sala. Cada pequeño pedestal sobre el que se sentaban estaba unido a otro y a otro y a otro hasta converger en un único altar frente a la figura. Cada linea seguía su propio camino, formando sinuosas figuras sobre el suelo hasta llegar a los cantores de la última fila, sentados junto a la pared.

Tras estos, observando su obra en silencio, el maestro de ceremonias caminaba siguiendo el perímetro de la sala, mientras miraba fugazmente los múltiples ojos de su señor y que pronto se abrirían para mostrarle un nuevo mundo.

Habían pasado décadas desde que recibió de su padre la primera tablilla. Qué ciego estaba aquel anciano erudito. Años y años de su vida desperdiciados tratando de comprender algo que su hijo apenas tardó unos segundos en asimilar. La llamada fue tan fuerte cuando rozó la pulida superficie cubierta de aquella extraña escritura que se quedó sin aliento y su respiración se detuvo durante un instante.

El triste viejo no llegó a saber que la aparente congoja de su hijo poco tenía que ver con su inminente muerte. Una vida desaparecía y una nueva, renovada y visionaria, despertaba en pos de una misión. Décadas buscando una por una las demás tablillas, reuniendo indicios y encajando piezas.

Luego tuvo que encontrar el origen, el hogar donde descansaba aquel que se le había revelado y le había guiado mundo tras mundo recuperando cada eslabón de la cadena. Las puertas se abrieron como reconociendo el regreso de un hijo pródigo.

Por último tuvo que reunir a los cantores. Cada uno fue cuidadosamente seleccionado. El estigma que generación tras generación había pasado de padres a hijos le permitió reconocer a aquellos que debían interpretar su obra y traerlos al templo. Cada uno fue aleccionado para llevar a cabo su papel.

Ahora todos estaban aquí, entonando la canción y alimentando con cada nota, cada sonido y vibración de su garganta el regreso de El Que Espera con la promesa de formar parte de algo más grande que ellos mismos.

Algunos, los más débiles, comenzaban a mostrar las consecuencias de sus cánticos. Una mujer apenas a un par de pasos del director que orquestaba la cacofonía había perdido ya sus ojos, los cuales yacían a medio descomponer en el suelo en un pequeño charco de pus y sangre. A pesar de que sus cuencas estaban vacías la mujer seguía leyendo.

Las marcas que cubrían ya casi la mitad del cuerpo se desplazaban lentamente a través de la piel desde la tablilla a través de los dedos, en busca de su lugar, reescribiéndose y organizándose con cada nueva linea de texto entonada por los resecos labios de la mujer.

Al mismo tiempo la tablilla se oscurecía, apagándose mientras cada palabra entonada desaparecía de su superficie para unirse a sus compañeras sobre la piel de la mujer. Sólo unas manchas de sangre oscura bajo sus dedos descarnados iban quedando ya como única prueba de que algo hubo escrito sobre la piedra.

El niño a su derecha, obviamente más débil, no era más que un reseco saco de huesos y sólo el movimiento de su boca denotaba que algo de vida quedaba en él. Sin embargo su voz continuaba sonando igual que en un principio, clara y segura de sí misma, decidida a llevar a cabo su misión hasta su inevitable fin.

Más allá un robusto joven sujetaba extasiado otra tablilla, cantando con fuerza los compases de la partitura que le correspondían mientras las palabras se escurrían de la tablilla hacia su piel. Él también se convertiría en una carcasa sin vida, pero no importaba. Entonaría su canción hasta el final.

Levantando la vista el director contempló su obra. Un alma tras otra, fila tras fila, tablilla tras tablilla, se desplegaban ante él con un único objetivo. Terminar el cántico y pronunciar todos los nombres de El Que Espera.

"Pronto, pronto acabará todo", pensó el director, satisfecho. "No, no acabará", se corrigió. "Es un nuevo comienzo", se dijo orgulloso de la caótica sinfonía que sus ’músicos’ estaban interpretando. Mientras tanto, sobre su cabeza, más allá de donde podían llegar los sonidos de su obra, otros actores, esta vez involuntarios, entraban en escena.

(...)

Athareas no dijo nada cuando llegaron al sistema. Las dos fragatas Ëaressi, ocultas por sus campos de camuflaje, se mantuvieron a distancia de la enorme flota que acompañaba al Justicia del Tau’Va. Sospechaban que podían ser detectados. Al fin y al cabo esa nave monstruosa debería tener unos sensores acordes con su tamaño.

En cualquier caso eso ya no importaba. Se limitarían a observar. Esa era la parte fácil del plan. La difícil llegó varias horas más tarde desde el otro extremo del sistema en la forma del Kor Run’Al emergiendo al espacio real y dirigiéndose descaradamente hacia la flota Tau. Su traspondedor, como los sensores de las naves de Athareas confirmaban, emitían su identificación como nave exploradora Tau.

Casi instantáneamente un pequeño escuadrón de naves se separó del grupo principal y tomó rumbo hacia el Kor Run’Al, desplegándose para proteger a su nave capitana de cualquier posible ataque. Ninguna nave se destacó para interceptar a las naves Ëaressi, lo cual no significaba que no hubiesen sido detectadas. Athareas intuía que el comandante de la flota Tau no quería descubrir que sabía que estaba siendo observado.

Mientras tanto, a bordo del Kor Run’Al se recibían los primeros mensajes de los cazas que se dirigían a interceptarlo demandando el motivo de su aparición.

- Nave en vector 825 punto 23. Identifíquese - El piloto parecía muy seguro de si mismo. - Repito. Identifíquese o será derribada.

Kais miró a M’Yen y esperó a que asintiera. Entonces abrió el canal de comunicación y con igual calma que su hermano de la Casta del Aire respondió.

- Aquí el crucero de exploración Kor Run’Al, procedente de Vior’La y transportando al Honorable Embajador Dal’Yth M’Yen Kauyon J’Kaara Fio. - M’Yen frunció el ceño. Odiaba escuchar su nombre completo, pero el protocolo era ineludible.

- Recibido Kor Run’Al. - Se hizo una pausa que Kais sabía significaba que el piloto, también miembro de la Casta del Aire como él, estaba consultando con sus superiores. - Indique cual es su misión, Kor Run’Al. - Los cazas no habían abandonado sus posiciones agresivas.

- El Honorable Por’El desea hablar con el Capitán del Justicia del Tau’Va... personalmente. - La parte difícil.

- Recibido. Mantenga su rumbo y espere. - La única respuesta adicional fue que los cazas se colocaron alrededor del Kor Run’Al, escoltándolo.

- Ahora viene lo difícil... - susurró M’Yen pensando en voz alta. - Espero que el plan de nuestros invitados funcione...

Dos cubiertas más abajo, en una pequeña bodega de carga los ’invitados’ se disponían a hacer su parte en caso de que la treta funcionase. Los trajes sellados y las armas listas, y sólo una compuerta separándoles del vacío del espacio. Cada guerrero revisó el voluminoso generador que el compañero de al lado portaba a la espalda.

Por último Jeriah se giró y revisó a su vez el generador de Aryadel como ella había hecho con el suyo. En silencio se miraron a través de los visores de sus cascos y rezaron a sus ancestros para que todo saliera bien mientras el zumbido de la energía disforme inundaba poco a poco el compartimento.

Varios millones de kilómetros más lejos, Athareas se unió a sus plegarias mientras les deseaba suerte.

(...)

El negro transporte de asalto se deslizó entre las torres de la ciudad casi rozando las construcciones. El piloto volaba como si de una misión de combate se tratase para susto de los ciudadanos que ocupaban tranquilamente las terrazas de sus residencias y disgusto de los controladores aeroespaciales que le habían dado permiso para aterrizar.

Tras seguirlo desde su nave nodriza lo habían perdido cuando alcanzó la superficie y se internó entre los edificios. Desoyendo los avisos de los controladores el piloto había iniciado su aproximación sólo indicando la confirmación de la pista que le habían asignado, pero los controladores no se atrevieron a tomar ninguna iniciativa dado el rango de su pasajero.

En la angosta y espartana bodega del transporte, con la puerta lateral abierta, el O’Shas’o observaba las torres, puentes y plazas que conformaban la capital de Da’Fio mientras permanecía de pie tras el artillero de estribor. Este observaba atentamente cada terraza, tejado y ventana en busca de inexistentes amenazas como su adiestramiento le ordenaba.

Tras ellos, la escolta, todos veteranos bajo el mando del O’Shas’o en Damocles, aprestaba su equipo y armas como si sobrevolasen territorio enemigo. El O’Shas’o los miró de reojo y suspiró ante semejante pensamiento. De improviso sintió el tirón del arnés de seguridad que le sujetaba al fuselaje para impedir que cayese al vacío.

El transporte ascendió casi en vertical siguiendo la pared de un gran edificio en el centro de la ciudad, y pudo ver fugazmente grandes salas de enormes ventanales y jardines en las terrazas. Su entrenada vista, aumentada por los filtros de su casco, pudo distinguir multitud de compatriotas ataviados con ostentosas y chillonas vestiduras caminando de un lado a otro o platicando en grupos en lo que obviamente era un importante centro administrativo.

Por fin la nave se detuvo en el aire y pudo ver la pista de aterrizaje. El transporte se había detenido a escasos metros del borde de la pista, con varios cientos de metros de vacío bajo ella. Un enorme acantilado de cristal y roca, repleto de terrazas y repisas ajardinadas se extendía bajo la nave.

Instintivamente los artilleros barrieron con sus visores conectados a las armas la pequeña pista, seleccionando blancos y estableciendo prioridades de tiro mientras el piloto desplazaba el transporte lateralmente inspeccionando cada metro y dirigiendo a su vez el cañón de la nave, que seguia cada movimiento de su cabeza. Sin embargo, los únicos ’blancos’ a la vista eran tres sorprendidas e inmóviles figuras junto al pavimento.

Una vez se cercioró de que la pista era segura el piloto acercó el transporte a la superficie de la pista sin extender el tren de aterrizaje e inmediatamente los miembros de la escolta saltaron al suelo tomando posiciones defensivas. Por un instante el O’Shas’o temió que los tres ocupantes de la plataforma saliesen huyendo o, peor aún, que comenzasen a disparar, pero los tres se mantuvieron inmóviles, probablemente absortos ante la repentina y teatral aparición de la nave.

Tras unos segundos el piloto extendió el tren de aterrizaje y la nave se posó suavemente a pocos metros del grupo, apagando los motores. El O’Shas’o soltó su arnés de seguridad y bajó de un pequeño salto seguido por su lugarteniente. Lentamente se acercó al comité de recepción dándole tiempo a que se recuperase del susto.

- Bienvenido O’Shas’o... Es un honor recibir a... tan importante defensor del Bien Supremo. - El tono balbuceante del miembro de la Casta del Agua sonaba tan falso a oídos del Comandante de Comandantes como la sonrisa que lo acompañaba. - Una entrada... digna de vuestra fama ¿Qué asuntos os han sacado de vuestro merecido... retiro? - La palabra ’retiro’ sonó más bien como ’exilio’ a los oidos del O’Shas’o, pero no hizo ademán de inmutarse.

El Chambelán miró de reojo la escolta negra y escarlata que estaba apostada alrededor del transporte y del O’Shas’o y luego miró a los dos guardias que le acompañaban, que asían sus armas como si pensasen tirarlas al suelo y salir corriendo de un momento a otro.

El O’Shas’o esbozó una siniestra sonrisa que inquietó aún más al Chambelán, el cual tuvo que recurrir a todo su adiestramiento para fingir cordialidad y mantener la calma. La visita resultaba preocupante, incluso inquietante, en estos momentos.

Varias embajadas de distintas razas discutían en Da’Fio sobre el siguiente paso que debía dar el Justicia del Tau’Va y su flota. Lo último que necesitaban era la intrusión de una vieja gloria de la Campaña de Damocles contra los Humanos. El equilibrio entre aliados ya era bastante precario.

- Deseo ver al Aun - dijo simplemente el O’Shas’o.

- Y... ¿el motivo de vuestra... petición? - El Chambelán sabía que no sería nada bueno. Conocía la lobuna sonrisa del O’Shas’o.

- Quiero que ordene al Justicia del Tau’Va que regrese a Da’Fio para ser desmantelado.

(...)

- Lord Fansworth, no podemos permanecer aquí eternamente - Jarr no parecía nervioso. Simplemente señalaba algo obvio. - Esas naves nos detectarán en cualquier momento - dijo señalando con un gesto de la cabeza la flota que orbitaba alrededor de Cadia.

- Por el momento están entretenidos bombardeando la superficie - A pesar de su pragmatismo Seamus no pudo evitar sentir lástima por las fuerzas imperiales que sufrían el continuo bombardeo de las naves del Caos. - Mantendremos nuestra posición entre los asteroides un rato más.

Seamus sabía que el mercenario vessorita tenía razón. Tarde o temprano uno de esos mostruosos cruceros se daría cuenta de que vigilaban el planeta al amparo de las rocas del cinturón de asteroides y se lanzarían tras ellos. Al fin y al cabo el Regos era un mercante del Imperio. Sin embargo se resistía a abandonar el sistema.

Había traído hasta aquí a las fuerzas de Sayëan, su amigo eldar, para que se internaran en medio del infierno que era ahora Cadia bajo el asedio del Caos. Aunque sabía que su amigo sabía lo que hacía (o al menos eso esperaba), no podía evitar sentir una gran preocupación por él y su misión.

- Está bien... - decidió por fin. - Preparados para abandonar el sistema. Volvemos a casa. - Había hecho cuanto podía.

Respondiendo a su orden, la mole del Regos maniobró lentamente entre las rocas para abandonar su improvisado observatorio y se dirigió al extremo más alejado del cinturón para evitar ser visto cuando saliese a campo abierto y realizar el salto a la Disformidad.

Ya fuera de la vista de las naves del Caos el enorme mercante salió de entre los asteroides y se dispuso a abandonar el sistema. El zumbido de los reactores inundó todo el casco mientras los acumuladores se cargaban. La tripulación, concentrada en las labores presalto, ni siquiera se dio cuenta de que no estaban solos.

La explosión detuvo por completo los motores de la nave, dejándola a la deriva. Seamus recibió un torrente de señales de emergencia a través de los cables que le unían al Regos como una extensión de su propio cuerpo. El dolor le hizo gritar hasta el punto que sus dientes crujieron amenazando con romperse.

Tras el Regos, el siniestro responsable del ataque salió a la luz emergiendo tambien desde las rocas. El escondite había resultado un arma de doble filo. Además de ocultar sus señales a las fuerzas que asediaban Cadia también habían ocultado a la nave que les acechaba. Un negro crucero con las inconfundibles marcas de la Inquisición se acercó para rematar a su presa.

(...)

En medio de las ruinas, un impasible Sayëan observaba a la mujer y sus guerreros mientras estos le rodeaban a él y su padre. A su vez, desconcertados y tensos, los guerreros de Sayëan rodeaban al pequeño grupo de intrusos en espera de una orden de su comandante.

- ¿Y bien? ¿Vamos a comportarnos como seres civilizados o empezamos a dispararnos? - El tono, entre risueño y seductor, no daba pistas sobre cual de las dos opciones prefería. Sayëan temía que pudiesen ser ambas.

- Tal vez debiera disparar... - gruñó el Señor Espectral alzando el cañón shúriken.

- ¿Dispararías a tu propia hija, Viejo? ¿O es que tu estancia en ese ataud de Hueso Espectral ha deshecho todos los lazos de sangre que nos unen?

- ¡Tú no eres...! - El Señor Espectral dio un paso amenazador haciendo que la escolta de la mujer se pusiese en guardia.

- ¡Basta Padre! - Sayëan reprimió la ira del Viejo Haq alzando la mano - ¡Y tú, sé más respetuosa o seré yo quien olvide esos lazos! - A pesar del aire despreocupado de la mujer, esta se tensó al oir el tono de Sayëan. Lentamente se acercó a él mientras con un gesto indicaba a sus guerreros que bajasen las armas.

- Veo que has cambiado, Hermano... - Sayëan frunció el ceño, alegrándose de que su yelmo le ocultase el rostro. - Mis disculpas, Padre. No quería ofenderos - dijo respetuosamente al Señor Espectral.

- ¿Qué haces aquí? No creo que hayas venido para presentar tus ’respetos’ - preguntó Sayëan en un claro tono de reproche. - Deja esas vacías disculpas y habla.

- Sabes muy bien para qué he venido, Sayëan. No eres el único que habla con los Danzarines - Sayëan apretó los dientes. ¿Con qué derecho mezclaban a su hermana?

- ¿Intentas decirme que vienes a ayudar después de... de eso en lo que te has convertido? - Sayëan abarcó con un gesto al grupo de intrusos. - Los tuyos no destacan por su generosidad para con los demás.

- Estos a los que tanto desprecias también son tus congéneres... - se interrumpió cuando Sayëan la hizo callar alzando la mano bruscamente.

- No somos como ellos...

- ¿Entonces para qué estás aquí? - preguntó con sorna.

- Los Humanos...

- ...los Humanos no están preparados para controlar el Talismán - le interrumpió su hermana. - Y has venido a arrebatárselo. - Sayëan vaciló un instante. - ¿Lo ves? Estamos aquí por las mismas razones.

- No comparto tus métodos...

- No puedes culparme por disfrutar con lo que hago. En el fondo tú también lo haces, Primer Guardián.

- No permitiré que te hagas con el Talismán.

- Por supuesto que no, puedes quedártelo. Es lo que quieres, ¿no? Al fin y al cabo yo sólo quiero que los Humanos no se hagan con él.

- ¿Y por qué habría de creerte?

- Porque tienes mi palabra... y porque me necesitas.

- ¿Necesitarte? ¿Para qué?

Súbitamente el Cielo respondió a Sayëan. Los truenos hicieron retumbar su cuerpo y miró hacia arriba. Sin embargo en lugar de relampagos y nubes negras fueron otros signos de tormenta los que pudo contemplar. Inconfundibles estelas de fuego atravesaban la atmósfera provinientes del espacio mientras el espeso aire transmitía la onda de choque provocada por la reentrada atmosférica. Al cabo de unos segundos sintieron los primeros impactos contra el suelo.

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